"En el amor, en la cárcel o en el hospital, recordemos que afuera hay otros mundos".

Adolfo Bioy Casares




Donde amé y odié la vida

He leído hasta el cansancio la frase "uno siempre vuelve a los viejos sitios donde amó la vida", siempre acompañada de la foto de un viaje.

Si tuviera que volver a esos sitios, tendría que vivir de nuevo para recorrer esos lugares donde sentí la dicha de vivir, así como la esperanza y el amor. Rio de Janeiro es de esos lugares donde NO disfruté la vida aunque estuve en dos ocasiones ahí y la segunda fue la que menos me satisfizo y la que menos quiero recordar. Que me perdonen los cariocas por no amar la ciudad que siempre quise conocer y por la cual tomé la resolución de aprender portugués. Pero no es Rio de Janeiro el tema del día de hoy, no. 

En las últimas semanas he pensado mucho en Bolivia y el Salar de Uyuni

Bolivia fue un infierno para mí, en primera instancia porque tuve la maravillosa idea de tomar un autobús de Buenos Aires a Villazón, la frontera con Bolivia. Además de que aún estaba ebria cuando abordé dicho autobús (nota mental: no volver a irme de farra una noche antes de un viaje), pasé la resaca, el hambre, el frío y las ganas de ir al baño por 28 horas, que fue lo que duró el viaje. En esas 28 horas mojé mi computadora y mi ropa por dormir sobre mi mochila y olvidar sacar el jugo que tenía dentro de ella. En esas 28 horas no salí del autobús bajo ningún concepto y no miraba por la ventana a menos que fuera de día. Crucé la frontera a pie y a punto de morir por lo sofocada que estaba debido al mal de altura, cosa que jamás había sentido en mi vida, no sabía lo que me pasaba y temía lo peor.

Después de ir al hospital a que me dieran oxígeno, una inyección y recetarme coca en té o masticada, tomé la resolución de continuar con el viaje ese mismo día y abordé un autobús hacia Uyuni, el viaje en teoría debía durar 4 horas, pero por la pésima infraestructura que tiene Bolivia en general, el viaje duraría el doble. 8 horas no eran nada en comparación con las 28 que ya había pasado. Craso error: el autobús iba de pueblo en pueblo y el viaje duró 14 horas. En esas 14 horas el autobús iba en terracería, al filo del abismo y en medio de la nada. Nunca me asomé por la ventana porque la única vez que lo hice, me di cuenta de que íbamos por un desfiladero, entre otras cosas.

Si alguien me dijera "te doy la oportunidad de volver a Bolivia pero debes pasar por lo mismo", le diría que sí sin dudar.

En ese viaje de Villazón a Uyuni, el autobús se detuvo en un pueblo y nos dieron el tiempo suficiente para descender del autobús para estirar las piernas, ir al baño o conseguir algo de cenar. Ya casi todo estaba cerrado en ese pueblo, eran aproximadamente las 9 de la noche. Yo bajé de ese autobús con todo el cansancio del mundo, estaba harta y quería que ese infierno terminara lo antes posible, yo no sabía que todavía faltaban muchas horas más de viaje, pero en ese momento sentía profundo arrepentimiento por no ir haber pagado un pasaje de avión de Argentina a Bolivia, en eso pensaba mientras levantaba la cabeza para estirar mi cuello y alinear mi espalda cuando miré el cielo.

Nunca, ni en los cielos más despejados y puros de México, ni junto al mar había visto algo como lo que vi esa noche: sobre mí estaba la Vía Láctea, era como ver en vivo una de esas fotografías del universo que solía ver en las enciclopedias cuando era niña, era como si el cielo fuera un lienzo y algún impresionista quisiera pintar una noche estrellada, era como mi madre me había descrito al cometa Halley (que espero tener vida suficiente para ver su regreso). Si Dios existe, en ese momento estaba contemplando su obra. Al ver la inmensidad del cielo sentí dentro de mí algo que no puedo describir .

Todo ese frío, todas esas horas en autobús, el hambre, el deshidratarme, el sufrir el mal de altura valieron la pena al ver ese cielo tan hermoso. Creía que el Salar de Uyuni sería algo impresionante de ver, pero el firmamento fue lo que hizo que ir a Bolivia valiera cada instante. No había noche que no saliera a la intemperie a mirar el cielo pese a la tortícolis que me daba. Desde entonces Bolivia se volvió el lugar donde odié y amé la vida: la comida era deliciosa, la moneda era barata, la gente era amable aunque tímida, los paisajes más allá del Salar eran la cosa más surreal y llena de color que jamás había imaginado. 

Antes se podían ver las estrellas en mi casa, pero la contaminación lumínica ha ido en aumento y cada vez son pocas las estrellas que pueden verse. Es entonces cuando recuerdo el cielo de Bolivia, tan lleno de astros que nunca antes había visto y cuyos nombres no he oído jamás.


Bolivia es el lugar donde odié y amé la vida. Y es ese el lugar al que quisiera volver contigo.

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Cuando ustedes se acuestan cansados/as apagan la luz y se vuelven de cara a la pared. Yo siempre he tenido encendida la luz de mi alcoba. Sólo conozco el color del muro en las madrugadas.

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